Jimena Islas
Bajo estas
palabras se encuentra un deseo de protesta que quizás no logre reflejar del
todo. Un deseo que quizás se desvirtúe o se disipe. Amo ferviente y
fraternalmente cualquier cosa que me haga levantar los puños en señal de
descontento. Como si (casi) toda lucha despertara un eco en mi alma. He hecho
mía una enorme cantidad de protestas, aunque confieso que rara vez durante
mucho tiempo. Tal vez esta adhesión efímera es causada por mi incapacidad de
acompañar con un razonamiento intelectual la intensa emoción que estas luchas
me provocan. Pero en todo caso, ¿de dónde surge esta necesidad de unirme a
ellas? Es cierto que no estoy de acuerdo con el estado actual de muchas cosas. Sin
embargo, no creo que esto alcance a explicar por completo esta identificación.
Supongo que el motivo es que todos esos movimientos de protesta, sobre todo cuando
se llevan a cabo bajo ciertas condiciones, me permiten acceder a instantes sublimes.
Una sublimación causada en gran medida por la sensación de pertenecer a un
movimiento colectivo; por la euforia del encuentro y de la construcción de una
voz común.
He podido acceder a esta misma sublimación a través de muchas otras
situaciones. Cuando leo ciertos textos, por ejemplo, o cuando corro. Cuando
escucho alguna canción. No sólo cuando tomo una cerveza. Durante cada uno de estos
momentos todo me parece mucho más significativo: cada palabra y cada
pensamiento que llega a surgir durante ellos. Esto sucede también al platicar
con compañeros cuyos desasosiegos e inconformidades coinciden en muchos puntos
con los míos. Nuestras incertitudes son muy similares aunque tengamos
diferentes maneras de expresarlas. Al dialogar con ellos, tomando quizás una
cerveza, muchas de mis preocupaciones parecen tener sentido al articularse en
una proposición más o menos coherente que, para hacer parecer todo más hermoso,
no se encuentra enunciada solamente por mí. En cualquiera de los casos,
esta sublimación dura irremediablemente
poco: uno o unos pocos instantes. Después toda esa euforia se desvanece, pues
es imposible mantenerse en ese estado por siempre. Los ojos dejan de estar
llenos de lágrimas, se pierde la fuerza con la que apretaba los puños. Y entonces todo se vuelve un poco
insignificante. O quizás retoma ante mis ojos las medidas que siempre tuvo. Mis
certitudes titubean y pierden sentido. Y si alguna vez un texto llega a
producirse durante alguna de estas circunstancias, éste me parece un poco
ridículo a la distancia, leído con una mente más fría. Esto mismo que me
encuentro ahora escribiendo, en un momento de exacerbación, y que me parece
ahora producto fiel de mi melancolía, probablemente me parecerá absurdo mañana.
A pesar de ello, estos esos momentos de exaltación emocional son los que me han
hecho sentir más cerca de la felicidad. Y creo que en esto radica la utilidad
de la literatura, más allá de toda pretensión intelectual. También la utilidad
del deporte, más allá de cualquier premio o marca. Más allá de todo ego. La
utilidad también del encuentro con los otros, a pesar de lo efímero o duradero
que estos encuentros puedan resultar. La literatura, el deporte y el contacto
con los otros posibilitan, me parece, una búsqueda interior que alterna
momentos de encuentro con instantes de desconcierto. A veces, a lo largo de
este viaje íntimo (y a veces colectivo) pueden momentáneamente intuirse varios
absolutos, como el de la felicidad. Me gusta pensar en la vida como una
búsqueda de esos instantes. A pesar de
que estén condenados a durar tan poco.
Si alguna vez alguno de esos momentos de exaltación me sorprende mientras
camino sin rumbo, entonces se apodera de mí un impulso que se traduce siempre
en unas ganas de escribir o de correr. Lo que se encuentra latente bajo ese
impulso es la necesidad de huir. De escapar, física o mentalmente, hacia alguno
de los montes que circundan mi ciudad natal.
De abstraerme de todo allá arriba. Pero sé que en algún momento tendré
que volver de esas colinas y reinsertarme en lo cotidiano. Ese retorno
necesario, aunque casi siempre me parece una tragedia, quizás sea en realidad
algo bueno. Tal vez aquel lejano lugar sea ideal para imaginar muchas otras
realidades posibles. Y a pesar de que todo ese ensueño tienda a lo utópico,
creo que el lugar que irremediablemente debemos habitar, nuestro aquí, puede ser
transformado por lo que allá somos capaces de imaginar. Al igual que esos montes de mi ciudad natal,
pintados muchas veces de algún tono del azul, en el horizonte se mantendrá
siempre la promesa y la posibilidad de una ensoñación momentánea que nos
permita plantearnos los hechos de una manera diferente. Alcemos a veces la
mirada hacia ellos. No ignoremos el sinuoso camino que nos ofrecen, aunque eso
suponga que pongamos en duda nuestras certitudes. Y, por muy infructuoso que
resulte, no olvidemos tampoco regresar siempre a la realidad que habitamos para
tratar de transformarla un poco con nuestros ideales de un mundo mejor.
Interesante introspección. Para mí, refleja la necesidad de relatar esos momentos de felicidad que te provoca, correr, escribir, vivir.
ResponderEliminar