lunes, 19 de noviembre de 2018

La Transición

"Hay que agradecer al cuerpo que el preámbulo para los entrenamientos de un atleta sea el mismo sin importar la disciplina en la cual se especialicen. Hay que agradecer tener compañeros de entrenamiento, y más que eso, amigos con los cuales puedas disfrutar una pasión que sólo seas capaz de explicar y entender con ellos mismos".

El camino de casa a la escuela representa un sinfín de pensamientos para todos los estudiantes, pero siendo honestos, para un estudiante como nosotros, vienen ideas recurrentes sobre con cuales de tus compañeros entrenarás tal día, puede que cambie el número de repeticiones, "espero hacerlas más rápidas" si es que no, porque cuando el deporte te atrapa, no te suelta, no te deja ir, en cuerpo y mente.

Ya situado en ese maravilloso espacio verde alejado de tantos contaminantes que te rodean al caminar, platicas con esas personas igual de locas que tú, a las que antes buscaste asomándote de lejos para saber con quienes te enfrentarías después, conversas mientras te cambias, vas al baño, buscas cualquier pretexto para alargar el tiempo que transcurre en el reloj que de forma irónica pareciera que quiere ir más rápido, no sólo el tuyo, el de todos ¡Malditos sean aquellos relojes!.

Ahora sí, deciden comenzar, velocistas, medio fondistas y fondistas, el único momento donde se olvidan nombres y todos son atletas, donde todos pueden marchar juntos al unísono si es que así lo desean, un trote de calentamiento es el preámbulo para los entrenamientos, y claro que los fondistas podrían avanzar más rápido, los velocistas podrían trotar menos tiempo y los medio fondistas, bueno... los medio fondistas son ese comodín que algunas veces puede hallarse aquí o puede ubicarse allá. Pero todos deciden ir juntos, platicar, chismorrear, secretear o simplemente acompañarse en silencio, bendito sea el necesario calentamiento del cuerpo.

Termina la tertulia deportiva de diez o quince minutos y comienzan los estiramientos y costumbres extrañas, las actividades individuales que estas personas realizan para lograr sentirse confiados antes de empezar, por lo que a partir de ahora puedo mencionar sensaciones personales sobre este bonito deporte llamado atletismo.

Durante este largo proceso individual de ejercicios para el estiramiento de músculos puedes seguir platicando con tus compañeros, puedes ejecutar rutinas parecidas a las de ellos, pero definitivamente no es la misma sensación de armonía de un trote en grupo. Empiezas a sentir nerviosismo, pues sabes ya cual será la actividad de hoy, si no lo sabes es peor, sientes angustia al observar a tus cómplices de entrenamiento, quieren vencerte y buscas hacer lo mismo con ellos.

Te colocas en la línea de salida, a veces, una línea imaginaria o una dibujada por tus tenis o los de estos cómplices de muerte, das el primer paso fuerte y rápido, lo mejor posible después de un "ya", "ahora" o "tres" por decir algunas. Durante la carrera, mientras una de tus piernas rebasa a la opuesta una y otra vez como si entraran al juego en el que estás con tus compañeros, no tienes tiempo de pensar muchas cosas, recordar consejos de tu entrenador es un poco de lo que puedes considerar, bajar los hombros y alzar las rodillas, los más comunes, corregir el braceo. Terminaste la primera repetición. Fácil. La segunda y la tercera hacen creer que hoy no te cansarás extrañamente después de todo ese esfuerzo. Una cuarta repetición te sorprende con un extraño dolor, que si no habías sentido antes pensarás que te lesionaste, difícil de describir, como un calambre muchos dicen, pero no lo es. Sabes que la quinta repetición dolerá, después de esa sensación tras una cuarta, pero la terminas y el dolor se intensifica, además piensas que sólo falta una, al menos esa ha sido una manera de desviar esa concentración en el dolor para este corredor. Antes de comenzar la parte final de tu actividad favorita que por el momento odias y piensas en no volver a realizarla al siguiente día o nunca más, la última repetición, esa sensación difícil de describir comienza a invadir la otra pierna, a veces la espalda, a veces un hombro o un brazo, un glúteo, pero ya acabaste, te repites que esa última serie no la sentirás (siempre la sientes).

Todo terminó. Te tiras al piso y llega a tu cuerpo esa sensación que tanto odias y disfrutas a la vez, piensas que nunca va a acabar y al mismo tiempo sabes que siempre termina, pero también parece que ese tiempo que corre en el reloj te vuelve a traicionar y comienza a estirar los segundos de sufrimiento (así es, ese reloj siempre parece ser tu enemigo). Para explicar ese dolor, tendría que hacer una encuesta de la cual saldrían resultados adversos al cumplimiento de su objetivo, pues tendría muchas explicaciones diferentes descritas por mis compañeros, así que lo resumiré de manera banal como un ardor profundo, con un toque de dolor y entumecimiento duradero en los músculos.

Puedo decir que este tipo de dolor lo sufres durante 3 o 4 días por semana cuando eres un medio fondista y también corres una prueba de velocidad (dependiendo de cada entrenador), siendo repetitivos, sabes que cada entrenamiento, algunas veces durante, y siempre después, sentirás ese dolor, en femorales o cuadríceps, en los glúteos, en la espalda baja, en el pecho, en bíceps o tríceps, en el cachete e incluso los ojos o la cabeza. Esa sensación se repite  y también puede ser maximizada al término de una competencia. Terminar lactado es como se le dice en el argot atleta.

Entrenas tanto tiempo, con tanta dedicación y esfuerzo, como si tu vida dependiera de ello, que a veces por más que luches y luches por ser mejor, no te das cuenta que necesitas un cambio, tal vez tus músculos no rinden igual que antes, a lo mejor el tipo de entrenamiento no esté funcionando, quizá necesitas tomar un descanso o puede ser que simplemente tienes que dejarlo, pero no, repasas qué no has intentado... y tomas una decisión, es tiempo de olvidar los entrenamientos para velocistas, es hora de dejar de luchar por algo en lo que no puedes rendir en este momento, comienza la vida de un mediofondista.

Fotografía: Kenet fp


Un mediofondista hecho y derecho, porque aunque ya eras conocido así, tus pruebas no respaldaban el nombre por completo, tienes que alargar tu tiempo de entrenamiento, no más trotes cortos, no más trotes lentos, adiós a las pocas repeticiones pero "rápidas". Abrir tus horizontes hacia algo que te da miedo es difícil, había sido complicado imaginarlo, pero convertirlo en un hecho es peor aún. Los dolores cambian un poco y los pensamientos también, ahora tienes suficiente tiempo para checar tu reloj cada que das una vuelta, cada que pasas un kilómetro. Si "mal" te va con un entrenamiento demasiado largo, te transportas y te hundes en reflexiones, piensas que faltan 5 vueltas para acabar al cruzar esa línea imaginaria tras una primer rotación alrededor de ese óvalo de 8 carriles, entonces el tiempo y la distancia te dejan de importar, solo te escuchas, cada paso uno tras otro, piensas que vas lento, te concentras en otras cosas, lo que hiciste ayer, te preguntas por qué tu novia te dejó, imaginas como te sentirías o si cambiarías tu personalidad si llegaras a ser atleta profesional por decir algunas, te cuestionas sobre tu vida en general, y te das cuenta que pasaste cuatro vueltas pensando en todo esto, qué bueno, no queda mucho trabajo por hacer, después de esa última vez que gires en torno a esa pista seguirán dos vueltas más de trote de descanso, y luego, repetir todo aquello otras dos veces, dieciséis giros más tangente a ese círculo deforme, concentrado, porque nunca te quitas de la cabeza que esto lo haces porque necesitas ser el mejor.

No puedo decir más sobre lo que implica ser un mediofondista, tampoco puedo decir que son todas las sensaciones que se tienen pues estoy comenzando esta nueva etapa, no puedo asegurar que los velocistas se aquejen del mismo dolor y con la misma intensidad que yo sentí, tampoco puedo excluir los pensamientos y efectos que causan los entrenamientos para unos y otros, rápidos o resistentes, no puedo saber qué siente y piensa un fondista al correr, y finalmente, no soy alguien particularmente importante para describir todo esto como si hablara por mis compañeros y los que no los son pero aman este deporte.

Solo soy un aficionado que quiere llegar lejos y compartir una pequeña parte de lo que más le gusta hacer en la vida.

 Mario Morales

De Vialidad

Breve comentario sobre la vialidad en la Ciudad de México, con énfasis en los tres grupos involucrados

Jueves por la noche, ya casi es medianoche. Salimos de cenar y nos disponemos a realizar el maratónico regreso hasta tierras norteñas. Andamos por el Circuito Bicentenario, una de las pocas vialidades que aún permiten circular a ochenta kilómetros por hora, y, cercana la media noche los audaces conductores no dudan en rozar el límite y excederlo donde no hay cámaras. Desde su arreglo hace algunos años, se instauró, como en Periférico, un reglamento particular señalizado en casi cualquier entrada de lateral a carriles centrales; dichas normas prohíben camiones de carga, bicicletas y motocicletas pequeñas. A pesar de ello nos encontramos con una caravana de ciclistas circulando en el carril de extrema derecha… de los carriles centrales.

   Andaban desperdigados, había segmentos con diez ciclistas juntos y otros con uno cada quinientos metros. Algunos andaban sin luces y los más gallardos sin cascos. Se veían contentos y entusiasmados, en el carril contiguo los autos poco se inmutaban y apenas reducían su velocidad a sesenta o setenta kilómetros por hora, los autobuses pasaban a escasa distancia de ellos. Los autos que se incorporaban a los carriles centrales y no se percataban de la caravana se veían en la necesidad de frenar su velocidad de golpe. Entonces un ciclista nos intenta avisar cuando es seguro rebasarlo, por supuesto lo hace mal y por supuesto que lo ignoramos. Comienzo a gritarles que salgan a la lateral, les digo que es más seguro, por no decir legal. Algunos se molestan y en su mayoría lo toman como un insulto o una ofensa. Una camioneta parece unirse a ellos y también nos reclama, sencillamente no logro entenderlo.

   Hay peligro por todos lados y las posibilidades de que aquello salga mal para cualquiera de los involucrados son altas. Comienzan a cruzar por mi mente mil ideas: un auto se frena de repente y otro lo choca; un ciclista gira de golpe el volante y termina en el carril contiguo; un ciclista choca contra un bache (de esos que hay de sobra en el carril derecho); un conductor a toda velocidad arrolla a un ciclista… La lista de posibles tragedias es interminable, y todas ellas pudiéndose prevenir. Basta con no ir a alta velocidad, basta con respetar al ciclista y darle el metro y medio de separación, basta con no conducir camiones y vehículos de carga en vialidades donde lo tienen prohibido, basta con no andar en bicicleta donde está prohibido…


Miércoles por la mañana, cercanas las nueve de la mañana atravieso la ciudad montado en bicicleta. Ando por calles secundarias, aún tengo miedo de utilizar avenida Universidad o División del Norte. Hasta ahora es un viaje tranquilo, incluso he cruzado Río Churubusco, donde nace el Eje Central, con calma, ya en Coyoacán comienza la aventura. A pesar de contar con carriles exclusivos para ciclistas, andar por ellos es toda una odisea. Parecen no tener un sentido, y más de una vez tengo que abandonar la seguridad del carril verde pues otro ciclista o un triciclo se aproximan en dirección opuesta. A la altura del mercado hay uno tras otro auto estacionado en segunda fila, obstruyendo nuestro, entrecomillado, carril, nuevamente me veo en la necesidad de salir del carril una y otra vez, en alguno de los cambios algún conductor me pita. Ya alguna vez algún aventurado me ha lanzado el carro o se ha estacionado justo enfrente de mí, obligándome a frenar.

   Llegó a mi prepa y afortunadamente ya puedo estacionar dentro. En el camino de regreso las aventuras prosiguen, esta vez sobre Isabel La Católica me enfrento a baches capaces de tirarme de la bicicleta, al esquivarlos tengo que cuidar no acercarme mucho a los carros estacionados o a los que se encuentran en movimiento. Más de una vez un microbús me adelanta unos metros para después impedirme el paso pues alguien está por subir o bajar. Me veo obligado a subirme momentáneamente a la banqueta, donde por supuesto soy mal visto y recibo alguna que otra queja; me bajo inmediatamente. A tramos también hay carril exclusivo para ciclistas y el alivio llega rápidamente pues al menos los autos no se te pegan a medio metro para después “regresar” a su posición original. Algunos de ellos me rebasan a alta velocidad y lo único que puedo hacer es mantener firme el volante, ya he visto algunos ciclistas con menor experiencia tambalearse después de ver pasar un auto a toda velocidad.

   Debo cuidarme de mil y un cosas que en circunstancias normales no tendría que hacerlo. Incluso de peatones que consideran que cruzarse frente a un ciclista no representa ningún riesgo, obligándote a frenar; aquí y allá hay peligro, si no es un auto, es un camión u otro ciclista o para colmo un peatón, tengo que llevar doble cadena y el casco me brinda la mínima seguridad. Nuevamente bastaría con seguir el carril, dar el metro y medio de distancia recomendado, bastaría con no aventarles el carro a los ciclistas y también sería suficiente con no estacionarse en los carriles para ciclistas, bastaría con seguir las reglas…


Sábado por la tarde, camino por las calles de Polanco. El gran camellón de Horacio es fantástico para pasear en pareja si no se quiere gastar en cosas que no se encontrarán ahí. Llegando a Molière la cantidad de personas aumenta drásticamente en el crucero, claro sin siquiera emular el cruce de Madero y Eje Central, todos se congregan y comienzan a verse ansiosos o y con desesperación por la larga duración del semáforo. Entonces algún atrevido aprovecha que los carros se han reducido su velocidad considerablemente, dicho acto incita a los demás a unírsele y termina siendo un circo de personas cruzando entre autos y reclamando pues ya se ha puesto en verde su semáforo. Algunas mentadas de madre se escuchan de unos y otros, al final todos cruzan y se olvida el incidente.

   Observo de reojo el puente peatonal y me niego a utilizarlo, total hay cruce con semáforo para los automovilistas debajo, sólo tengo que ser paciente. Después de esperar, cruzo la primera mitad de la calle sin problema alguno al llegar a la otra mitad tengo que atravesar con cuidado pues hay autos dando la vuelta y algunos de ellos ni siquiera han notado mi presencia. Al concluir el cruce camino por tranquilidad por la banqueta, algunos metros más adelante hay un árbol sin podar que me obliga a bajar a la calle y continuar mi trayecto esquivando otros peatones que nos pegamos lo más que podemos al auto estacionado para así dejar pasar al ciclista y al autobús. Al arribar a mi destino, cruzo la calle a la mitad, poco hago por llegar a la esquina o esperar el alto, solamente espero a que la distancia entre el próximo auto sea la suficiente para cruzar corriendo, así lo hacen otros dos sujetos a mi lado.

   Concluyo la semana con la increíble cantidad de setenta y ocho mentadas de auto por parte de automovilistas y ciclistas, poco más de diez sobresaltos por la cercanía que tuve a algún accidente o percance. Mas, es una semana más, la siguiente vez tocará correr para alcanzar a subirse al transporte, o tratar de evitar a los coches y a los carteristas en un crucero lleno de gente. Podría ser mejor, podrían las banquetas ser aptas para andar y basta con andar por ellas y respetar las cebras y los semáforos. Bastaría con no imponerse con el auto y dejar al peatón cruzar con comodidad, bastaría con no utilizar la bicicleta en las banquetas, bastaría con utilizar los puentes peatonales…

Bastaría con una mejor cultura vial.
Basta con respetar y seguir las reglas.
Basto un accidente para que alguien las siguiera.

Lord Bastian Marek

domingo, 4 de noviembre de 2018

El frío que nos rodea


En Perú no hay atletas con gloria

Un semidiós en la combi
Acabo de tener el privilegio de saludar a Raúl Pacheco durante un viaje en combi en la ciudad de Huancayo, en el centro andino del Perú. El fondista peruano acababa de recoger a su hijo de la escuela y ambos vestían uniformes deportivos. Nos trasladábamos al distrito de Chilca, donde vive, donde creció y donde atesora sus medallas, que de cuando en cuando muestra a los periodistas.
En la Antigua Grecia se acostumbraba a recibir con honores a los atletas que regresaban de las Olimpiadas. Eran tratados como héroes, o incluso semidioses, al grado de que algunos podían vivir por el resto de sus vidas de los regalos que recibían. Esos años han quedado atrás o no han llegado a Huancayo.
En el Perú de estos días, muchos mortales no comprenden el honor que significa tener a un atleta olímpico sentado junto a ellos. Es probable que muchos de los pasajeros no supieran siquiera quién es Raúl Pacheco hasta que lo saludé desde el otro extremo de la combi.
   Raúl ¿cómo estás? Soy un gran admirador tuyo –exclamé sin ocultar mi emoción.
   Hola –dice con voz apenas audible y rostro sorprendido.
   Excelente desempeño en Río. Y, por cierto, estuve en México cuando ganaste.
   ¿En qué año? –alcanza a preguntar.
   En 2013 y 2014, aunque sólo pude ir a verte la segunda vez. Impresionante aquel cierre.
   Muchas gracias –ríe pero no a carcajadas– fue buena la competencia.
Raúl Pacheco acomoda su delgada figura en el respaldar del conductor. Apenas queda un estrecho lugar, pero se las ingenia para subir a su hijo pequeño sobre sus piernas.
Como casi siempre que corre o recibe medallas, trae una gorra blanca. Paradójicamente, su rostro siempre está totalmente seco y quemado, como la mayoría de sus paisanos que trabajan bajo el sol y el frío de los Andes. Se me ocurre que la función de la gorra es soslayar las miradas más que protegerse del mediodía serrano. Se me ocurre que no es necesario, pues a pesar de mi indiscreto saludo, nadie ha celebrado la compañía del semidiós. Nadie voltea siquiera.
Campeón en México, dos veces seguidas
Raúl no llega al 1.70 y pesa menos de 60 kilos. Quizá por ello su holgado uniforme no parece ocultar a un atleta legendario. Pero yo lo vi terminar de correr 42.2 kilómetros en dos horas y 18 minutos. Lo vi hacer de las suyas, por segunda vez consecutiva, en la Maratón Internacional de la Ciudad de México en 2014.
El último kilómetro y medio decidió el triunfo del peruano. Después de dos horas corriendo sobre asfalto mojado minado con charcos, el Estadio Olímpico Universitario apareció a un lado de la avenida Insurgentes. Cuatro atletas se disputaban la delantera al pasar junto a la estación de metrobús Doctor Gálvez. Pocos metros después empezó la subida en la que el peruano decidió acelerar.
Le resultó la estrategia y se colocó delante de los tres africanos (dos etíopes y un keniano). Al pasar junto a ellos se descubrió como el más pequeño de los punteros. Además, se diferenciaba por su estilo peculiar para correr: los brazos, exageradamente extendidos y separados del torso, parecían cumplir la función de dos remos maltrechos. Quienes consideraban que es un error técnico gravísimo, ese día tuvieron la oportunidad de irse un poco al carajo.
Aumentar el ritmo durante el ascenso le permitió una ventaja de 30 metros. Misma que mantuvo con coraje hasta que entró al estacionamiento del estadio. A pocos metros antes de la entrada una señal mal interpretada de un fotógrafo lo hizo desviarse. Estuvo a nada de perder su primer lugar de no ser por un último esfuerzo que lo arrojó al interior de la pista de tartán con una ligera ventaja de 10 metros.
El tramo restante fue puro suspenso. Los africanos daban zancadas cada vez más largas y rápidas, luciendo un cierre perfecto como de costumbre. Raúl, en cambio, se veía un poco descontrolado, con cada paso empezaba a sacudir la cabeza como diciendo sí. En su ansiedad volteó varias veces para ver cómo sus compañeros acortaban la distancia.
La última vez que miró hacia atrás fue para convencerse de su victoria. Levantó los brazos y cruzó la meta. Dos segundos después llegó el etíope Abhra Milaw y casi junto a él el keniano Kenneth Mungara. Raúl saludó a Abhra y caminó unos pocos metros antes de inclinarse para vomitar.
El frío en Huancayo es frío de verdad
Es un día nublado, hoy que saludé a Raúl Pacheco en la combi. El cielo gris es idéntico al que lo acompañó durante la maratón de México. Pero el frío en Huancayo es mucho más crudo. A más de tres mil 200 metros sobre el nivel del mar, las heladas matutinas son capaces de quemar miles de hectáreas de maíz. Allí entrena Raúl y su entrenador es Rodolfo Gómez Orozco.
Rodolfo es mexicano y un maratonista de gran trayectoria. Lo vi varias veces en el estadio Huancayo sumergido en una gruesa chamarra. Aunque siempre luce enojado, parece que ha logrado una excelente relación con su grupo de atletas. No puedo asegurar el motivo de su aparente mal humor, pero puedo decir que el clima no ayuda.
Las veces que entrenaba cerca de su equipo de élite no pude evitar preguntarme qué es lo que más extrañaba un chilango en las montañas andinas. Nació en una ciudad de casi diez millones de habitantes y ahora vive en una que no llega ni al medio millón. He vivido en ambos lugares y me atrevo a decir que en ambos casos la gente se parece a su clima.
En la Ciudad de México por lo general las mañanas son frías pero casi siempre hay lugar para un medio día caluroso y un atardecer tibio aunque en ocasiones lluvioso. El ánimo de quien habita esta urbe es tan variado como la temperatura que se registra. A veces alegre a veces gruñón, pero no hay mal día para una broma, una pachanga o un simple albur.
En Huancayo el frío es inalterable. Si te expones al sol del mediodía corres un gran riesgo de quemarte la piel. Pero basta una sombra para hacerte tiritar. El frío es seco, es crudo. Las personas conservan una mirada triste y un ánimo áspero. Atentos a cualquier viveza de sus paisanos, jamás bajan la guardia aunque frecuentemente la mirada. Asolados por grandes periodos de violencia armada, la gente es fría y su confianza casi impenetrable.
Sin embargo, el peruano Raúl Pacheco parece haber congeniado con el mexicano Rodolfo Gómez de tal forma que no desaprovecha oportunidades para darle las gracias públicamente. En la primera entrevista que dio después de ganar la maratón de México en 2014 le agradeció dos veces por el trabajo que realiza en territorio andino.
Sin duda, para Rodolfo Gómez la segunda victoria de su atleta es un gran paso. Él mismo ganó esa competencia en 1987 y ahora Raúl logra esa presea por segunda vez consecutiva. Los medios mexicanos no dejaron de mencionar la victoria histórica del peruano en todo el día. En Perú se da la noticia como de costumbre, pero no hay fiesta. En Huancayo es probable que se enteren algunos.
Pero después de unos años es como si no hubiera pasado nada. En la combi nadie se inmutó. Y aunque pensé que podía ser por desconocimiento, luego entendí que en Perú no hay atletas con gloria.
Tuve que bajar de la combi. Hace cuatro años inauguraron un museo en el distrito de Chilca y no pienso regresar a México sin conocerlo. Raúl, que desde niño ha vivido cerca de aquí, amablemente me indica en qué calle bajar y hacia dónde caminar. En ese momento me doy cuenta de que no tengo nada. No tengo forma de rendirle honores. Pagar su pasaje fue una acción mínima pero mi lealtad quedó tácitamente jurada.
El museo se llama Yalpana Wasi (nombre en quechua) o "Lugar De La Memoria". Recuerda la violencia política que vivió el Perú, sobre todo la zona andina, durante los años 80 y 90. Es un edificio elegante de seis pisos que tardó dos horas en recorrer. Cosa extraña: soy la única persona durante todo el recorrido.
Me preocupa Huancayo, la ciudad en la que crecí gran parte de mi niñez. Me da miedo que el frío en la mirada de la gente se transforme en una barrera contra la memoria. A juzgar por lo que vi hoy, el hielo divisor se endurece con los años. Alguien tiene que alertar a la gente que perder el calor y la memoria es lo mismo perder la vida. El frío, como la chingada en México, amenaza con llevarse a cualquiera.

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